En ocasiones, al descorchar una botella, podemos pegarnos unos sustos que fluctúan entre el “tranquilos, que tampoco es para tanto” y el “para habernos matao”. Hay vinos con benditas virtudes pero también con defectos –aunque no tener virtud puede considerarse defecto, digo yo-. Puesto que no me había dado por contarlo en esta creativa barrica comparto con vosotros algunos de los más frecuentes defectos del vino.
No es cuestión de indagar en el origen de cada uno de esos deterioros porque nos meteríamos en un terreno técnico y farragoso que dista mucho de la filosofía de este blog. En vez de divagar sobre si procede de la uva, de la elaboración o de la santísima concepción es preferible centrarse en los que encontramos con más frecuencia al abrir una botella, sin más. Además, para explicar todo eso tendríais que leer por ejemplo a un enólogo. Y yo no lo soy.
Uno de los defectos más habituales es el denominado corcho. Cuando la nariz de un vino nos recuerda a moho y, sobre todo, a cartón mojado, tenemos un problema de contaminación del tapón utilizado. El responsable es el TCA (tricloroanisol). Si el corcho no ha sido tratado debidamente o si la botella no se ha conservado en las debidas condiciones encontramos este característico olor que afecta también a la boca, porque se queda totalmente anulada, sin fruta y con un gusto amargo que tumba. Ahora bien, si escucháis a alguien hablar de “corcho” cuando la botella está tapada con uno sintético lo mandáis a hacer gárgaras. Sólo sucede en los que vienen del alcornoque y el polipropileno no ha visto un árbol en su vida.
Seguramente también habréis encontrado unos pequeños cristalitos pegados al corcho o depositados en el fondo de la botella, ¿verdad? Incluso alguno habrá dicho que eran los famosos “posos” del vino, aunque no tienen nada que ver. No hay que tenerles miedo porque son inocuos. Ni le afectan al vino ni a quien lo toma. Pero claro, no quedan bien. Os aseguro que esos cristales, en una botella de cierta billetada, te los comes como si fueran chucherías. Este defecto en cuestión se debe a que el vino no se ha estabilizado bien. Es por tanto problema en la elaboración, concretamente del ácido tartárico. Se cristaliza y por eso adopta esas formas que, repito, no son perjudiciales ya que ese compuesto está en la uva de manera natural. No afecta ni a la fase olfativa, ni a la gustativa pero visualmente no mola.
Y ¿a que también habéis escuchado el término oxidado? Es un viejo rockero que sigue dando guerra. Cuando el vino ha estado en contacto demasiado tiempo con el oxígeno, bien sea en la elaboración o en el embotellado, se ve afectado y de qué manera porque repercute en el color, en el aroma y en la boca. Es por tanto uno de los males más letales del vino. Qué curioso, ¿eh? El oxígeno en determinadas fases le da la vida y en otras se la quita. El color cambia completamente, la fruta desaparece dando paso a humedad y a matices enranciados, y la boca pierde acidez y frescura al tiempo que la sequedad anulando cualquier virtud.
El denominado sulfuroso es otro defecto muy común. ¿Cuándo lo identificaremos?, pues cuando llevemos la copa a la nariz y nos recuerde el olor que desprende una cerilla nada más apagarla. ¿A que no os resulta extraño? Lo mismo que en boca, porque el líquido se convierte en algo seco, picante, casi amargo…
Todo se debe al dióxido de azufre, muy utilizado en la elaboración para prevenir la oxidación y para estabilizar el vino. Cuando a uno se le va la mano con la cantidad es cuando se apodera de él por completo. Error humano por lo tanto.
Por último, aunque haya otras muchas alteraciones, he querido rescatar a unas inesperadas burbujas que aparecen en la copa cuando ni tenemos espumosos, ni vinos de aguja. ¿Por qué las encontramos entonces en los vinos tranquilos? Se debe a que se ha producido una segunda fermentación no intencionada. Además del desprendimiento, también el líquido es mucho más turbio. Estas bacterias y levaduras… hay veces que la lían pero bien. Y eso que, al igual que los cristales, no le afecta para nada a que disfrutemos del vino… porque ni vamos a enfermar, ni nada por el estilo.
Si os encontráis con alguno de estos fallos, dios quiera que sea en un restaurante –en casa estás muerto porque te la envainas literalmente-. El cliente devolverá la botella y el hostelero se la reclamará al distribuidor para que la reponga. Ahora bien, ojito con los rechazos porque muchas veces el feligrés toca pelotas devuelve las botellas por antojo o simplemente porque es gilipollas.