Maridar es lo mismo que unir o enlazar, mientras que maridaje es la unión, analogía o conformidad con que algunas cosas se enlazan o corresponden entre sí. Esto es al menos lo que dice el Diccionario de la Real Academia Española así que para empezar con buen pie tomamos como referencia esta definición.
Hace años el maridaje era un término que, en el tema que nos ocupa, se resumía en un simple “el blanco para los pescados y el tinto para las carnes”. Por fortuna, el desembarco de los profesionales que manejan este cometido -los sumilleres- hizo que se profundizase mucho más en la materia y que se abandonase la frivolidad de algo que, sobre todo, aporta concordancia y, por lo tanto, placer.
A priori, esta sentencia de blancos para unos y tintos para otros no resulta coherente si en el mismo saco se meten, por ejemplo, todos los blancos. Por eso la vieja cantinela de si únicamente debían tomarse con pescados es totalmente falsa, o incompleta, mejor dicho. Un Macabeo de Calatayud no tiene nada que ver con otro elaborado con Silvaner en la zona alemana de Mittelrhein. Y ni que decir tiene que un rape y un lenguado están muy lejos de parecerse porque, al igual que generalizar con un tipo de vino, no todos los productos del mar son idénticos. Así que prueba número uno para desmantelar el susodicho aforismo.
Aunque esto de casar un vino con un plato no es una ciencia exacta, sí intervienen distintos factores que tienen que ver con temperaturas, texturas, intensidades y demás. Ahora bien, la premisa fundamental para construir o desarmar cualquier casamiento es el gusto personal de cada cual. Si a un fulano le gusta tomarse su guiso de caza con su correspondiente copita de Gewürztraminer a ver quien es el listo que le dice que eso así no se hace. Nadie se equivoca en sus gustos así que maridar es algo relativo y, sobre todo, individual ya que tiene que ver con sensaciones y percepciones personales.
En principio, una carne contundente pide a gritos un vino igualmente rotundo mientras que un pescado suave y ligero armoniza, a priori, con un vino fino y sutil. Sin embargo, un maridaje también puede plantearse no por concordancia y equilibrio, sino por oposición. En este caso se busca el contraste con propuestas atrevidas. Un amigo sumiller, charlando con él de estos menesteres, se decantaba más por la intrepidez que por el clasicismo; por eso le gustaban ideas como tomar unos chipirones en su tinta con un rosado, probar un estofado de ciervo con un vino oloroso o buscar la analogía que existe entre un pastel de chocolate y un tinto garnachero sin barrica. He de decir que cualquiera de las tres propuestas funciona maravillosamente bien.
Está visto que, como sobre gustos no hay nada escrito, cualquier hijo de vecino puede sentarse a la mesa con lo que le dé la gana. ¿Entendéis entonces por qué hay tanto escepticismo con esto de maridar?
Sin embargo, hay una serie de pautas infalibles que tienen su eficacia demostrada. Por ejemplo la que dice que los vinos más ligeros deben preceder a los de más cuerpo. Luego está la norma que sitúa a los jóvenes antes que los de mayor edad y la que recomienda empezar primero con secos y concluir con dulces. Esa misma secuencia debe respetarse en los platos para que la armonía y la lógica imperen en la mesa. Y sobre si se le presta más atención al vino o a la comida lo mismo: mientras haya equilibrio esa analogía será la correcta.
Cabe decir que el vino se lleva mal con pocos productos o elaborados –véanse alcachofas, espárragos, vinagretas y cítricos, por ejemplo-. Por fortuna, el universo vinícola es tan amplio que siempre hay un gran remedio para cualquier pequeño mal.
Acompañar un plato con un vino, o viceversa, funciona porque tiene su lógica. Y no es fácil conocer los intríngulis de esta doctrina. Para eso están los buenos sumilleres que, por encima del resto de mortales, son los verdaderos expertos en las artes amatorias de un producto y un determinado tipo de bebida -ya no sólo vino-.
Ahora bien, cuando al plato y a la copa se le incluyen otros aspectos como música, literatura o decoración floral, el ejercicio coherente resulta más complejo de entender. Y aquí es donde vuelven a intervenir los gustos personales: a un treintañero que le gusta el glam rock del primer Bowie, que no se complica demasiado con la lectura y que de flores no tiene ni pajolera idea, que no venga nadie a decirle si la legumbre y el cava mejorarían mientras se escucha una pieza de Offenbach, leyendo un texto de Neruda y con un ramo de crisantemos en mitad de la mesa. Eso es otra historia. Y yo no me la termino de creer.